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martes

3

mayo 2016

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A MI MADRE… A TU MADRE… A TODAS LAS MADRES…

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Casi no sabía leer ni escribir, pero sabía hablar y abrazar en silencio.

Sólo lloraba de noche y apretando la mano de su amor susurraba: “¡Duermen, seamos fuertes!”

Siempre se arrodilló con dignidad y jamás compró el futuro traicionando sus principios.

Sus amaneceres eran sonrisas de ilusiones pintadas entre sueños de esperanza.

Su tiempo era eterno, pues nunca le faltó para poder repartir, sonriendo, su leche aguada, su puré de patata a lo pobre, su pan de harina blanco con huevos de dos yemas, sus pastas navideñas en el horno madrugador del panadero…  Su tiempo era eterno porque, mirando a los demás, se olvidaba de contemplarse a sí misma…

Mi madre, como tú madre, tenía un nombre… casi nunca lo pronunciamos porque decir “MADRE” era la forma sencilla de gritar su nombre a los cuatro vientos.

Hoy, mi madre, me cogería de la mano y me susurraría, sin letras ni escritos: “Sé bueno”…  Yo le daría un beso… Ella, secaría su mejilla con la punta del delantal y sonreiría, apretándome contra su regazo.

¡MADRE!, allá donde te encuentres, sigue contándome aquellas cosas que me ayudaron a ser lo que tú querías que fuera, una persona buena…

¡MADRE!, allá donde te encuentres, abrázame.

Gracias por todo.

Soy… bueno, MADRE, tú ya sabes quién soy… Un beso

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